Marcelo Padilla
Cuando era niño, en mi casa, no
había libros. Mi vieja y mi abuela no leían. Y Padre no había. Eran, según los
parámetros educativos que ponderan el nivel de instrucción, “ignorantes”. En mi
barrio la mayoría de la gente era ignorante. Almaceneros, empleados de
comercio, peluqueras, enfermeros, obreros. Nadie leía un libro y pocos
terminaban la primaria. Nunca conocí a un vecino que hubiera terminado la
secundaria. “Ignorantes”. Así se les llamaba, despectivamente, a los que no
estudiaban. La ideología escolar montó un discurso universal sobre el saber y
el conocimiento. Y la escuela fue el dispositivo de control para medir la
acumulación de saber organizada en etapas según los años de los niños. Bueno,
eso no lo vivíamos. Éramos “ignorantes” arrojados al mundo. Entre muchos otros
ignorantes arrojados al mundo. Eso era común hace 40 años. Y cobra vigencia en
estas épocas. Porque al pueblo no se lo soporta. El pueblo es insoportable por
la contradictoria forma de resolver su existencia. Sin embargo, bajo ese patrón
dominante de la cultura, la gente encontraba (y encuentra) intersticios para
construir un saber propio por fuera del aparato escolar, por fuera de la
medicina, por fuera de los mandatos religiosos. El saber ignorante. Saberes
expulsados, estigmatizados, no-saberes. En esos saberes impuros y paganos había
conocimiento más que saber. Como reza el aforismo 5to. de Nietzsche en “El
ocaso de los ídolos”: “La sabiduría marca
límites incluso al conocimiento”. “Conocer”, era para mi abuela “vivir la
experiencia” (en toda la dimensión simbólica que la incluye, por fuera del
estigma positivista de izquierda). Recurrir a la fantasía no-ideológica para
encontrar herramientas del pensar. Escuchar el sonido del viento. Llamarlo con
un canto. Leer los ladridos de los perros. Conversar con las plantas. Tener a
mano y en la memoria ignorante remedios caseros para las enfermedades. Y sobre
todo, el mayor de los saberes aprehendidos: la calma. Esto me lleva a
relacionar el aforismo de Nietzsche con una afirmación del filósofo argentino
Rodolfo Kusch: “Los pueblos no quieren
hacer la revolución”. Es una sentencia fuerte pero sirve para pensar sin
prejuicios. Las formas de vida, las costumbres populares, los rituales, las
ceremonias que cohesionan a la gente, son saberes
malditos para el saber occidental. Y en su condición de saberes malditos, en esa situación de
subalternidad, constituyen una resistencia concreta. La gente resiste con sus
no-saberes para no obstaculizar la posibilidad de seguir conociendo. Suena
discordante. Aparenta una contradicción. Y sí, es una contradicción asumida en
todo caso por quienes llevan vidas sencillas. Es una manera de aceptar el
abismo existencial. Y salir del laberinto por arriba. “Los pueblos no quieren hacer la revolución”, “La sabiduría marca límites incluso al conocimiento”. Las dos
sentencias invitan a pensar. Y en la cavilación puede que aparezca “el pensamiento oblicuo”. Pensamiento
indomable. Tenso. Transformador. No sé. Una especie de Marxismo hediondo o
Peronismo sentimental.
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