sábado, 11 de junio de 2016

Marxismo hediondo, Peronismo sentimental



Marcelo Padilla


Cuando era niño, en mi casa, no había libros. Mi vieja y mi abuela no leían. Y Padre no había. Eran, según los parámetros educativos que ponderan el nivel de instrucción, “ignorantes”. En mi barrio la mayoría de la gente era ignorante. Almaceneros, empleados de comercio, peluqueras, enfermeros, obreros. Nadie leía un libro y pocos terminaban la primaria. Nunca conocí a un vecino que hubiera terminado la secundaria. “Ignorantes”. Así se les llamaba, despectivamente, a los que no estudiaban. La ideología escolar montó un discurso universal sobre el saber y el conocimiento. Y la escuela fue el dispositivo de control para medir la acumulación de saber organizada en etapas según los años de los niños. Bueno, eso no lo vivíamos. Éramos “ignorantes” arrojados al mundo. Entre muchos otros ignorantes arrojados al mundo. Eso era común hace 40 años. Y cobra vigencia en estas épocas. Porque al pueblo no se lo soporta. El pueblo es insoportable por la contradictoria forma de resolver su existencia. Sin embargo, bajo ese patrón dominante de la cultura, la gente encontraba (y encuentra) intersticios para construir un saber propio por fuera del aparato escolar, por fuera de la medicina, por fuera de los mandatos religiosos. El saber ignorante. Saberes expulsados, estigmatizados, no-saberes. En esos saberes impuros y paganos había conocimiento más que saber. Como reza el aforismo 5to. de Nietzsche en “El ocaso de los ídolos”: “La sabiduría marca límites incluso al conocimiento”. “Conocer”, era para mi abuela “vivir la experiencia” (en toda la dimensión simbólica que la incluye, por fuera del estigma positivista de izquierda). Recurrir a la fantasía no-ideológica para encontrar herramientas del pensar. Escuchar el sonido del viento. Llamarlo con un canto. Leer los ladridos de los perros. Conversar con las plantas. Tener a mano y en la memoria ignorante remedios caseros para las enfermedades. Y sobre todo, el mayor de los saberes aprehendidos: la calma. Esto me lleva a relacionar el aforismo de Nietzsche con una afirmación del filósofo argentino Rodolfo Kusch: “Los pueblos no quieren hacer la revolución”. Es una sentencia fuerte pero sirve para pensar sin prejuicios. Las formas de vida, las costumbres populares, los rituales, las ceremonias que cohesionan a la gente, son saberes malditos para el saber occidental. Y en su condición de saberes malditos, en esa situación de subalternidad, constituyen una resistencia concreta. La gente resiste con sus no-saberes para no obstaculizar la posibilidad de seguir conociendo. Suena discordante. Aparenta una contradicción. Y sí, es una contradicción asumida en todo caso por quienes llevan vidas sencillas. Es una manera de aceptar el abismo existencial. Y salir del laberinto por arriba. “Los pueblos no quieren hacer la revolución”, “La sabiduría marca límites incluso al conocimiento”. Las dos sentencias invitan a pensar. Y en la cavilación puede que aparezca “el pensamiento oblicuo”. Pensamiento indomable. Tenso. Transformador. No sé. Una especie de Marxismo hediondo o Peronismo sentimental.

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