lunes, 13 de junio de 2016

Había una vez, un loco



Había una vez, un loco. Siempre fue loco, desde chiquito.

Su locura comenzó a notarse cuando empezó la primaria. Sus compañeritos, como todo niño, consideraban a la directora un mal bicho, la habían constituido en el ser más injusto y aborrecible del planeta y la llamaban “la vieja garca”. El loquito hacía lo mismo, pero con una diferencia esencial: Lo comentaba a viva voz, se lo decía a la maestra y hasta a la misma directora.

El loco se lo pasaba castigado, en la escuela y en su casa, a pesar de que no tenía otro conflicto que no fuera ese: el de decir a los gritos lo que pensaba y lo que otros también pensaban. Nada de violencia. Era un simple desbocado, hecho y derecho.

Para no caer dentro de los castigos, los compañeritos del loco trataban de no juntarse con él. De no ser vistos, también, como locos.

Finalmente al loco lo cambiaron de escuela. Pero, al poco tiempo, ocurrió lo mismo. El loco decía lo que pensaba, en cualquier momento y ante cualquiera. Sus estudios siguieron así, de escuela en escuela, de colegio en colegio.

En la universidad, al menos, comenzó a decir lo que pensaba pero a través de las organizaciones estudiantiles.

Cuando el loco se recibió, consiguió trabajo rápido. El loco era loco, pero no estúpido. Era un fulano inteligente y capaz. Su pecado solo era el ser desbocado. No tenía freno.

Y la vida del loco siguió así. No solo fue atacado por los superiores, sino a veces por sus mismos pares, que querían despegarse de él y hasta llegaban a pedir, a veces, que el loco fuera escarmentado.

Un día al loco desapareció. Nadie lo volvió a ver. Dicen algunos que fue encerrado en algún manicomio.

Entonces, el mundo en dónde había vivido el loco fue más tranquilo, ya que nadie decía lo que los otros no querían escuchar.

El silencio se parece mucho a la paz,… y a la muerte.

Enrique Pfaab

(Al compañero Marcelo Padilla, con afecto)

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