jueves, 30 de junio de 2016

Año terrible


Por Javier Trimboli

El año 1816 fue el año terrible de la emancipación americana” escribe José María Ramos Mejía en Las multitudes argentinas. “Los ejércitos inertes o destrozados, el gobierno sin autoridad, pobre y desarmado en el rincón más olvidado del territorio. Los hombres dirigentes muertos o desterrados, o cuando menos paralizados por el tremendo desastre.” Aunque este diagnóstico contundente fue escrito cuando el siglo XIX terminaba, es muy probable que quienes llevaron adelante la revolución y los miles que enfrentaron en los campos de batallas a los realistas también tuvieran la impresión de estar viviendo un año terrible.

La imagen pintoresquista de la declaración de la Independencia hace creer que la revolución y lo que la rodeó fue un proceso natural, inscripto en el orden mismo de las cosas, por eso sin necesidad de forzamientos ni violencias.

Mucho más que billikeneana o de efemérides escolar, esa perspectiva es poderosa porque expresó y expresará siempre los consensos conservadores de nuestra sociedad, que gustan quedarse fijos en las estampitas del Cabildo y de la Casa de Tucumán. Vale recordar, entonces, que en 1816 pendió de un hilo lo conquistado en la dinámica política y social abierta en 1810; que la contrarrevolución realista estuvo cerca de arruinar en todo el continente las experiencias flamantes de poderes democráticos y autónomos de dominaciones extranjeras; por lo tanto, de obligar a mayores sacrificios y derramamientos de sangre.

¿Cómo se origina esa coyuntura nefasta para los americanos? Fernando VII, cuya captura a manos de las fuerzas de Napoleón había generado la crisis de poder aprovechada por los revolucionarios, vuelve al trono a fines de 1813. Está decidido a erradicar todo lo que huela a libertades en la península y a recuperar su dominio de las colonias americanas. La derrota de Napoleón, en tanto hijo de la Revolución Francesa, alivia a las clases conservadoras de toda Europa que acarician así la posibilidad de que el mundo vuelva a su quicio. El general español Pablo Morillo parte de Cádiz a comienzos de 1815 al frente de una fuerza expedicionaria de 10.000 hombres. Corre la noticia de Otra que un telegrama de despido o una lista negra. Ante la inminencia de un escarmiento feroz, cuesta mucho encontrar a un clérigo dispuesto a tomar la palabra desde el púlpito el 25 de mayo para conmemorar lo sucedido 5 años atrás. No es difícil imaginar la inquietud, el miedo, la indecisión. Belgrano se pasa buena parte de 1815 en Inglaterra, en busca de una alianza con una rama de la familia de los Borbones para que la restauración monárquica que parece inevitable respete algo de lo alcanzado. Por otra parte, la saña de los realistas victoriosos contra los revolucionarios se conoce bien por lo que ocurre en Chile. En la batalla de Rancagua –octubre de 1814- los patriotas enemistados entre sí fueron derrotados; si la dominación española había eludido allí la crueldad, ahora se vuelve fiera. Al norte de Jujuy, en el Alto Perú, el paisaje se altera por las cabezas de guerrilleros clavadas en palos: es la guerra a muerte escribe Mitre. De la rebelión de Cuzco que tiene amplia base social indígena y llega hasta La Paz, a mediados de 1815 sólo quedan grupos replegados, casi en fuga. La expedición de Morillo finalmente desembarca en Venezuela y en el norte del continente la suerte de la revolución es también adversa. Escribe John Lynch en su biografía de Bolívar: “El año de 1816 fue el más negro de la revolución americana, el año de las horcas en Nueva Granada y de la reacción y el castigo a lo largo y ancho del continente.”

Refugiado en Jamaica, Bolívar sufrió un atentado que estuvo cerca de acabar con su vida. En 1816 ya está en Haití, en tratativas que en más de un sentido serán relevantes con su presidente, Alexander Pétion. En Montevideo, en la Provincia Oriental, también en Entre Ríos y las misiones, la contrarrevolución amenaza y lastima a través del azote del Imperio portugués.

¿Cómo se sale de un año terrible? Si lo seguimos a Ramos Mejía, la coyuntura tan adversa de 1816 se superó gracias a la acción de las multitudes que mantuvieron viva la “rabia de la emancipación”, la fuerza que lograba convertir piedras, hondas y palos en armas poderosísimas que hacían retroceder a ejércitos experimentados, tal el caso de las republiquetas del Alto Perú, ese otro nombre las “montoneras” según Mitre. Halperin Donghi señala que por una vez hay que atender a las evocaciones estereotipadas de nuestro pasado que sólo subrayan el obrar de los “grandes hombres”. Porque sin dudas el genio político y militar de San Martín y Bolívar fue fundamental para impedir la reconquista española y hacer revivir “la revolución hispanoamericana al borde de la extinción”. Una y otra cosa constituyen mucho más que el fondo del Congreso de Tucumán, se entrelazan con él, lo condicionan. Es cierto -de vuelta con Halperin- que al reemplazar el trato de ciudadanos que se daban los representantes en la Asamblea del año XIII por el de señores se marcaba un espíritu conservador, pero la declaración de la independencia es una acción política fundamental y arrojada. Vicente Fidel López: el Congreso de Tucumán “recibió a la Patria casi cadáver” y debía “reanimar sus fuerzas, quemar las naves”. Así lo hizo, aunque al poco tiempo proclamara “Fin de la revolución, principio del orden”, de seguro inquieta por las desavenencias cada vez más importantes entre los patriotas.

Por último y glosando a Walter Benjamin, recordemos que el peligro amenaza una y otra vez al pasado -a los muertos, a lo que se supo conquistar, a la misma verdad- cuando las clases dominantes se apoderan de él y lo recubren de su conformismo, de su enemistad profunda con una vida más plena y justa. Un peligro amenazaba a la revolución en 1816; este otro también la amenaza hoy.

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