martes, 19 de julio de 2016

Historias de trabajadores: La poda



 José Luis Arias (67) está aquí, entre hileras, desde casi siempre. Y como siempre Esther, su esposa y compañera, está a su lado. Cada uno con su tijera. Corte aquí, corte allá. Llevan podadas 4 hileras completas y quieren completar dos más antes de que termine de caer la tarde. “Hay que cortar ahí, ¿ve?, porque si no la planta pierde fuerza a la macana”, dice, y señala con el dedo, doblemente enguantado.

–Debe de ser duro el trabajo
–Sí, pero es lindo– dice

–Lindo será hoy y a esta hora, que hay solcito…
–Lindo es siempre, por más frío que haga. En todo caso, hacemos un fueguito en la punta de la hilera… y listo.

El matrimonio está podando vides de Malbec, en la finca Don Matías, en el distrito Los Árboles. Han empezado temprano y trabajan sin urgencia pero sin pausa.

José aprendió a podar con su padre, Jacinto Roque Arias, y este lo aprendió del suyo. Los hijos de José y Esther estudiaron, formaron sus familias y ya no se dedican a esto, pero también aprendieron el oficio que, a la vista de cómo el hombre maneja la tijera, se parece bastante a un arte.

–¿Cómo se paga la labor de poda?

–Depende lo que cada uno negocie con el patrón. Más o menos $80, quizás $100 por hilera…

–¿Y cuántas hileras hace por día?
–Unas 5 o 6, a veces alguna más…

José y Esther están vestidos igual, cubiertos igual. Apenas se les ve parte de la cara. Sólo se los reconoce por la voz para saber quién es el hombre y quién la mujer. Aunque, prestando atención, se nota que ella usa las dos manos para hacer los cortes más gordos. José tiene algo más de fuerza y usa una sola mano para casi todo, salvo para la cirugía mayor, en la que usa un tijerón con mangos largos que permiten usar los brazos para sumar energía al corte.

Esther va adelante y, cada tanto, deja algunas vides para José, que viene atrás. Y también le deja los cortes más duros, en donde la poda debe ser más profunda. “Cuando tengo dudas de qué cortar, se lo dejo a él”, también acepta Esther. Y José aprovecha, para la broma: “Yo trato de arreglar el desastre”, y ríe. Y ella ríe con él.

José explica sobre los pitones, los cargadores y los frutales y muestra aquellos sarmientos que se deben descartar para que la vid “no se amachorre”. Parece estar claro cuando él señala a cada uno con el dedo y hace los cortes pero después, cuando uno mira la vid que sigue e intenta imaginar qué cortar, ya nada es tan claro.

–La verdad, yo no me animaría a cortar nada, don José.

–No es tan complicado. Mire…

Y otra vez hace los cortes donde deben ser y asegura que en abril la planta estará cargada de racimos de granos grandes y sanos.

El “amachorrarse” de José es algo así como que la vid se llene de hojas y de sarmientos nuevos sin frutos. “Que se vaya en vicio”, diría algún otro paisano de alguna otra parte, que se parece mucho al padre del devenido cronista por falta de capacidad para labriego.

Digámoslo así: algunos sarmientos serán los que carguen los futuros racimos, otros serán los que lo hagan dentro de dos vendimias.

También podrá sólo priorizarse otro que viene de bastante abajo y que servirá para “renovar” la cepa, dice el hombre.

Pero más allá de querer dar confianza y de ser modesto en su labor, José reconoce que una vez cortado el sarmiento “no se puede enyesar” y el daño está hecho.

Después de que todo el viñedo esté podado, vendrá el trabajo de atar. Será más simple, si se lo compara con la poda.

Humedad en la tierra

“Hay mucha humedad este año en la tierra. Se nota en la poda”, cuenta Alberto González, integrante de la familia propietaria de la finca Don Matías. José muestra el sarmiento recién cortado: el corazón está rojo, húmedo y las yemas de los brotes están demasiado gordas para esta época. “Si vienen varios días de sol y calor, van a querer brotar”, dice el obrero.

“Para colmo, dicen que van a comenzar a largar el agua en unos días”, cuenta González.

El riesgo no es ahora, con la poda. El problema son las heladas que puedan venir. Pero no hay remedio. Hay que rogar, nomás.

La finca es grande. Tiene unas 40 hectáreas y los González han trabajado bastante para poner malla antigranizo en el ’99 y riego por goteo hace dos años. Por allí, por los caños de plástico negro, llega no sólo el agua sino también los nutrientes que fueran necesarios y alguna cura.

Además de los viñedos, hay olivos y durazneros.

“Tenemos 7 meses de cosecha. Comenzamos en diciembre con los duraznos, seguimos en marzo y abril con la uva y después viene la aceituna”, cuenta Alberto.

Este año los olivos casi no han dado. “No es raro”, dice. “El olivo da un año y el otro descansa, más o menos es así. Se ha intentado evitar eso con cambios genéticos, podas distintas y generando otras variedades, pero no se ha podido evitar el año sin cosecha. Es inevitable. El olivo gasta mucha energía los años que produce y evidentemente necesita otro para recuperarse”.

En la finca hay buen clima. José y Esther se gastan bromas con el patrón. Se conocen desde hace muchos años. Son parte de lo mismo. Se necesitan. Acá todos se necesitan. Hasta para cortar lo que ya no sirve.

Enrique Pfaab

(Nota original: Diario Uno, Mendoza)

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